El 18 de octubre de 2019 comenzó en Chile una revuelta social sin precedentes desde el regreso a la democracia en 1990, luego de una dictadura militar de 17 años. Cámaras de televisión, fotográficas y de celular registraron los enfrentamientos entre manifestantes y las fuerzas de orden, documentando la violencia explícita de la protesta social.

 

Decidí quedarme en la calle al finalizar las manifestaciones y caminé de noche, atento al piso, buscando objetos que llamaran mi atención. Mi intención era encontrar la violencia implícita de los objetos que quedaban tirados en las calles y digitalizarlos con un escáner para crear un archivo.

 

Busqué en barricadas solitarias, calles llenas de piedras y establecimientos destruidos. De ese largo mapa de acción, intuí una relación afectiva con estos objetos que intensificaría mi conciencia de ellos, posibilitaría su experimentación estética y su valoración como evidencia; una evidencia débil de gran potencial poético.

 

Mientras caminaba a casa, me detuve a mirar unos limones tirados en la calle. Limones cortados, pisados, mordidos, dejados. Los recogí y pude ver que una de esas mitades tenía marcas de dientes y sangre. Ya no era objeto ni alimento, a esa hora era más bien un refugio abandonado, silencio de calle, vestigio de un intento de recuperar la respiración.